Los educadores somos el mayor agente de transformación de nuestra sociedad. Por ello, una figura imprescindible para crear una sociedad justa, democrática, respetuosa, y libre. Para esta transformación, resulta clave una visión amplia del mundo que nos rodea. Esta profesión tiene un gran impacto en la vida de las personas con las que trabajamos ya sean niños o niñas, jóvenes o adultos. Por tanto, empezar por uno mismo es el comienzo de un viaje maravilloso, donde las palabras, los actos, los pensamientos y la calidad de nuestras relaciones inter e intrapersonales, son factores fundamentales. Es decir, tiene mucho más que ver con quién y cómo somos que con los propios contenidos que pretendemos transmitir. Es decir, cómo transmitimos, y no qué transmitimos. De ahí, la importancia de la propia experiencia y de todo aquello que aprendemos a través de ella a lo largo de la vida.
Son muchos los factores los que determinan quiénes somos. La genética juega en este caso, un papel importante, así como el contexto familiar y social donde se ha producido nuestro proceso de socialización. Pero la experiencia nos transforma. Gran parte de quienes somos, se lo debemos a todo aquello que hemos vivido tanto a nivel escolar como familiar y social.
En este post, cuando hablo de experiencia, hago referencia a la que vivimos en nuestra infancia, en nuestra adolescencia y en la que ya, como futuros docentes, vivimos durante todo el proceso de formación universitaria. Todo este proceso va generando cambios en mayor o menor medida dentro de cada uno de nuestro cerebro, muy condicionado por las prácticas educativas que hayamos recibido y que nos impregnan toda la vida. ¿Quién no recuerda a algún maestro o alguna maestra de nuestra etapa infantil, o a algún profesor o profesora que en el instituto o en la Universidad haya cambiado algo en nuestra vida? Ya sea por experiencias positivas o no, todos y todas contamos con docentes inolvidables. Los que nos han dejado huellas y aquellos que han dejado cicatrices.
De ahí, la importancia del ejercicio de análisis, reflexión e introspección sobre nuestras propias prácticas, para poder llevar a cabo práxis que tengan como eje principal la motivación, el fomento del pensamiento crítico y de la autonomía, la relación y el sentido con la propia vida del alumnado y sobre todo, tocar su emoción. Ya que, son muchos los estudios en Neuroeducación que confirman este hecho.
Mientras nuestro sistema siga insistiendo en la homogeneidad y la competencia y no en la cooperación y el respeto a la individualidad como ser único , y las emociones se queden bajo el pupitre, o en la puerta del colegio, no podremos hablar de una escuela para la vida, ni de una escuela inclusiva, ni de una escuela respetuosa.
Solo lo que se vive desde la propia piel, podrá ser transmitido a través de la emoción.
M. Cinta Oncina
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